
¿Si tuvieras que elegir entre la riqueza y la belleza; entre una mujer correcta, guapa pero sin alardes, que te asegura un empleo prestigioso, el mejor piso de Londres, una familia estable hasta el fin de tus días, ópera, regalos, mansiones, conductores particulares, y otra, aspirante a actriz, sin una película a sus espaldas, sin proyectos a la vista, rechazada, fracasada en sus aspiraciones, pero tan guapa, tan extraordinariamente atractiva, tan poderosa en su belleza, sensual bajo su dominio, como para hacerte enloquecer; si tuvieras que hacerlo, hasta dónde serías capaz de llegar para resolver el dilema? El protagonista de Match Point (lo mejor de Woody Allen desde hacía tiempo) llega demasiado lejos, hasta transgredir sus propias normas: elimina una de las dos opciones, para así no tener que elegir, aunque en su golpe de raqueta se esconda inevitablemente una elección. La que era un cordero con piel de lobo sale perdiendo, víctima al fin, y al espectador le cabe suponer que el culpable pagará por sus actos, ya sea mediante la justicia, ya mediante la conciencia, pero se le escapa un factor que debería haber tenido en cuenta desde la primera escena: la suerte. Cuando, tras el golpe de raqueta, la pelota tropieza con la red y queda suspendida en el aire, el jugador tiene las mismas posibilidades de que caiga en terreno propio y de que lo haga en el ajeno. Que ganemos o que perdamos queda al margen de todo, incluso de nosotros mismos. Sobre todo, de nosotros mismos. Clásica historia de infidelidad en un principio, Match Point va más allá y nos presenta, en el ambiente de la alta burguesía inglesa retratada con ironía sutil, una historia conmovedora e impactante sobre las pulsiones y prejuicios que mueven nuestros actos, sobre la traición del deseo y la libertad por aquello que nos conviene, sobre la debilidad humana y lo incierto de nuestro destino.

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