16.2.06

Buenas noches, y, sobre todo, buena suerte

Los medios de comunicación, en especial la televisión, se plantearon en clave comercial y privada en los EE. UU. desde su nacimiento, aunque sin desvincularlos de una voluntad de servicio público, algo que en Europa tardó más en llegar. A muchos espectadores de ‘Buenas noches, y buena suerte’ les sorprenderá cuán de actualidad es el problema planteado en la película, cuán transferible es el debate sobre la libertad e independencia de los periodistas frente a los intereses económicos y políticos que mueven los hilos de los grandes grupos, pero el conflicto es consustancial al medio desde su origen. Los medios privados, como insisto lo han sido en EE. UU. desde siempre, tienen dos funciones: la de servicio público y la de entretenimiento, ocio y espectáculo, al contrario que los medios de titularidad pública, a los que en principio sólo se les debe exigir la primera. Esa doble finalidad, ejemplarizada en el seno de la mítica CBS, está muy bien reproducida en la última de Clooney. Un grupo de valientes periodistas (o simplemente: un grupo de periodistas que sienten que deben actuar como tales) encabezados por el también popular Ed Murrow, plantan cara a las presiones políticas, igual de fuertes pero quizá más temibles por el momento histórico en el que actuaban, y emiten varios reportajes poniendo en clara duda las actividades y métodos del senador McCarthy en su “caza de brujas”. Se arriesgan y consiguen grandes resultados, aunque tengan que pagar cierto precio, porque ningún gran poder mueve ficha sin dar algo a cambio, pero eso ya lo descubriréis en la película…
La censura sobrevuela cada mínimo movimiento de los periodistas a lo largo de la película, como una maza que puede acabar con todo en cualquier momento, y si eso no ocurre es, además y en primerísimo lugar del firme compromiso con la verdad de los periodistas, gracias al director de la cadena, cómplice de esa misma responsabilidad para con sus trabajadores y para con la audiencia. El resultado de todo ello es un alegato entusiasta a favor de la libertad de expresión y de la dignidad de la profesión y la televisión (y no puedo dejar de hacer una especial mención a dos cosas: las lúcidas y emocionantes locuciones a cámara de Murrow; y el valor documental del film, con imágenes de archivo reales)
Hoy los términos en que se plantea el debate son los mismos, pero aumentan los males y las incertidumbres. Priman más que nunca los intereses económicos. Desde los 80 con Reagan, empezó un camino sin retorno hacia la desregulación y la concentración: los medios se aglutinan bajo el cetro de unos pocos grupos, con lo que tanto los periodistas perdemos en independencia y capacidad de crítica como los espectadores en recibir información plural y de calidad. Ben Bagdikian, en ‘The Media Monopoly’, exponía ya en 1983 que unas cincuenta multinacionales, vinculadas a otras megaempresas y bancos internacionales, controlaban la parte más importante del enorme mercado de la comunicación. En 2003, sólo diez grandes empresas dominaban el sector, y en la actualidad, el número se sigue reduciendo.
El panorama no es bueno, pero tampoco me gusta que se dramatice en exceso (de todas formas, ¿qué no está hoy en día terriblemente amenazado?). Puedo demostrar a quien quiera que cientos de periodistas en todo el mundo siguen sintiendo un gran compromiso con la verdad, y trabajan por ella; que tenemos a nuestro alcance periódicos de gran calidad y que en ellos podemos encontrar cada día espacios de muy buen periodismo, al igual que en muchas emisoras de radio; y que en la televisión, la más enferma, podemos entresacar, si hacemos un buen uso del mando, pequeños espacios útiles, informativos, de buen gusto…y, claro, entretenidos. Estoy convencido de que hay muchos Ed Murrows repartidos por todo el mundo, aunque unos cuantos ogros enormes y feos les hagan sombra. Pongamos todos un poco de luz y los veremos.

14.2.06

Tolerancia


Ángeles Espinosa, toda una autoridad del periodismo español en temas árabes a la que sigo y admiro, escribía hace unos días en EL PAÍS que en realidad el número de iraníes que protesta con violencia por la ofensa de las viñetas de Mahoma es reducido. La periodista, enviada especial para el periódico en la última Guerra de Irak y ahora desplazada a Irán, constata en el artículo que es cierto que una gran mayoría de la población se siente agraviada por unas caricaturas que considera blasfemas, pero que son apenas unos cientos los que han respondido con ataques a las embajadas y demás manifestaciones radicales. A pesar de este tipo de informaciones, o quizá porque no llegan con tanta fuerza como lo hacen las informaciones de violentos disturbios al ciudadano, es común oír estos días en la sociedad ataques e insultos a veces muy agresivos hacia los musulmanes como colectivo homogéneo, cayendo en el error de no distinguir entre fanáticos y entre musulmanes tan pacíficos y respetuosos como nosotros nos enorgullecemos de ser. Le escuché estos días a una analista decir que cada vez hay un mayor distanciamiento entre el islamismo radical y la cultura árabe, milenaria defensora de la paz y la tolerancia entre los pueblos. Nuestra sociedad en cambio no es consciente de esta diferenciación, y lleva el camino de culpabilizar a todos los musulmanes, más y más presentes en los países occidentales, de los comportamientos salvajes que llenan los informativos de todo el mundo. Los medios de comunicación deberían a partir de ahora mismo ofrecer espacios, como el de Ángeles Espinosa en EL PAÍS, en los que se nos permita entender mejor la verdadera naturaleza de los acontecimientos. Es cierto, como todos sabemos, que los medios tienden a acudir al conflicto, y en la medida en que este existe está claro que debe ser cubierto informativamente y ser ofrecido al ciudadano; pero los medios no deben olvidar su papel casi exclusivo en la construcción de la visión del mundo de la sociedad, y es importante que acudan ahora más que nunca a expertos, analistas, y periodistas testigos directos de lo que ocurre en los países en los que están desplazados, para permitirnos comprender que la generalización en el proceso de culpabilización al fanatismo al que asistimos, no sólo es equivocado sino que puede desembocar en un mayor odio e incomprensión entre occidentales y orientales.

Viajar desde la habitación

Siempre he dicho que lo que más echo de menos son lugares y personas que todavía no he conocido. Es muy reconfortante pensar en los viajes y experiencias que a uno le aguardan en la agenda invisible y desconocida que llamamos futuro. Cerrar los ojos e imaginar nuevos espacios, ciudades, paisajes… alivia el dolor de la cotidianeidad. Sería algo así como desplegar un abanico de colores en la imagen monocolor del día a día. Pero hacer un viaje no siempre es fácil, ni siquiera resulta posible para mucha gente. Por eso algunos hemos tenido la suerte de descubrir placeres como los libros de viaje. Digo suerte porque yo no creo que la gente no lea porque no disfrute con la lectura, sino porque nadie les ha puesto un libro entre las manos y les ha enseñado a ver más allá de la tinta y el papel. Porque, tras un lunes de aburridas clases o de trabajo en la oficina, ¿a quién puede no apetecerle subir en un pequeño bote y recorrer el Amazonas, extasiado de color, vida y aventura? ¿O descubrir los placeres al paladar y al oído que aguarda un abarrotado zoco árabe bajo un sol que derrite el alma? Nada más apetecible, ¿no es verdad? La literatura de viajes es tan antigua como la propia literatura, porque en realidad la literatura siempre implica un viaje. La Odisea, la Ilíada, la Eneida, lo que conocemos como primeras grandes novelas, ofrecen al lector viajes maravillosos. Después, en mi biblioteca, estarían las novelas de aventuras del XIX, que surgen en el contexto de la euforia exploratoria y conolianista de la Inglaterra victoriana, con Kipling, Conrad, Stevenson…novelas donde la idea del traslado, del recorrido de un lugar conocido y seguro a otro donde aguardan las más temibles amenazas, es leit motiv.

Y finalmente los libros de viajes actuales, ya mucho más cercanos al periodismo, reportajes en los que el escritor describe las experiencias que le ocurren en el lugar al que se ha desplazado. En estos libros son fundamentales una buena capacidad descriptiva y un amplio conocimiento de la historia y cultura del destino. Cuanto mayores sean éstos, más bueno será el libro y más disfrutará el lector. En mi casa ahora vivimos una especie de fiebre por Javier Reverte, un excelente viajero-contador que cuenta en su pasado, por el que cualquier “proyecto de periodista” como yo siente una enorme sana envidia, con viajes por toda África, el Amazonas, América, reflejados en reportajes y novelas de gran éxito además. Así que, mientras no podamos, por una razón u otra, emprender fascinantes viajes, visitar otras ciudades, adentrarnos en otros bosques, escuchar nuevos acentos y respirar otros ambientes, es un alivio recordar que con sólo abrir un libro, nuestras habitaciones salen por la ventana, se elevan hacia el cielo, y nos llevan adonde pidamos sin nada a cambio más allá de un poco de tiempo e ilusión.