12.12.05

Virtud y pecado: crítica literaria de 'El retrato de Dorian Gray'


Lo que el inefable lord Henry considera belleza y virtud, es lo que la sociedad de su momento consideró pecado, y lo que los bienpensantes creían malvado era precisamente lo que más deleitaba al mentor del bello y pecaminoso Dorian Gray. La magistral novela de Oscar Wilde es el cuento romántico y decadentista de un Príncipe Azul con una sola dama a la que salvar: la incorruptibilidad de su hermosura a pesar de la gratificación sin límites de su espíritu. Es eso y mucho más: es una novela donde el arte y la estética ocupan un lugar privilegiado, es una novela sobre la bondad y la maldad, la vida y la muerte, sobre las obsesiones y el grave precio de nuestros deseos. Veneno y perfección tan aptos para amantes de la literatura como inadecuados para almas moralizantes.

El retrato de Dorian Gray es en esencia un cuento romántico (en el sentido genuino de romanticismo): un joven tan bello que consigue mediante un conjuro conservar para siempre su don; un retrato con alma que acusa en su dibujo los pecados que aquél a quien representa comete; horrorizado por cuanto delata el retrato, el adonis pecador acuchilla el lienzo, pero entonces el conjuro se rompe, las pruebas del mal pasan a su cuerpo, que envejece al instante, y la daga en su mano pasa ahora a atravesar su corazón… Se percibe incluso un espíritu de relato antiguo y oral por el componente sobrenatural y por el ajusticiamiento de los participantes en algo tan cuentístico como un hechizo para conseguir la belleza eterna. Pero Wilde consigue complicar y enriquecer este argumento nuclear hasta convertir el texto en una novela multidimensional: en retrato de la aristocracia y la hipocresía que lord Henry se encarga de airear a través del cinismo; de la decadencia de un hombre en la sordidez de los pecados; de los lujos y excentricidades culturales de la alta cuna; de las obsesiones y la tragedia de poseer virtudes únicas; el autor lo transforma en una reflexión sobre el arte y la estética, la bondad y la maldad, la inocencia y la corrupción, el paso del tiempo, el amor, la vida y la muerte.
La escritura y el estilo no están al servicio de la trama, no al menos exclusivamente, sino que tienen identidad propia y una función en sí mismos: la que dicta la premisa estética del arte por el arte a la que se adscribió Wilde, es decir, la de alcanzar la perfección. Y así cada página de El retrato es una joya literaria, y cada frase una preciosidad lingüística. Dos elementos resultan especialmente reveladores en este punto: las descripciones, excesivas, riquísimas en detalles, a la manera en que una pintura describe lo que retrata, y donde si aparece lo horrendo es sólo como contraste a lo bello; y los diálogos, donde se acusa la huella del dominio del género teatral que tuvo Wilde, que sirven al lector para conocer el alma y la ideología de cada personaje, desde el más inocente al más deleznable, y en los que se contienen ideas de tan alta genialidad como para merecer haberse convertido en aforismos que han pasado a la historia y que siguen sacudiendo nuestras más severas convicciones o dejándonos con una sonrisa helada en el rostro. La cantidad de frases brillantes que aparece en la novela en boca de sus personajes, especialmente en Harry, es, por una parte, única en la literatura, y después, un sello distintivo de las obras de Wilde, con especial importancia en las teatrales.